Lo que el lenguaje político nos está enseñando como sociedad.
A quienes, nos duele el país.
A quienes, soñamos con una ciudadanía despierta y con empatía responsable.
A quienes, creemos que las palabras importan.
El poder de la palabra y la urgencia del respeto.
Durante décadas, fuimos testigos de cómo la corrupción, la impunidad y las alianzas entre sectores del poder político y judicial erosionaron nuestra confianza. Los jóvenes crecieron escuchando que “todo da lo mismo”, que robar no tiene castigo ni consecuencias, que decir la verdad no conviene, que el trabajo, el esfuerzo y el mérito son ilógicos.
Y hoy, en un nuevo tiempo, con nuevas promesas y nuevos liderazgos, nos preguntamos: ¿Qué estamos enseñando cuando, desde las máximas investiduras, se ejerce un lenguaje cargado de burla, violencia y desprecio, desarrollando relaciones y transitando un camino de miedo y desequilibrio socioemocional?
Esto no es un juicio sobre capacidades técnicas. No debatimos diagnósticos ni reformas. Lo que verdaderamente nos preocupa —y nos interpela— es el modo en que se ejerce el poder a través de la palabra honesta y como firma de sinceridad: las palabras y la intención de comunicar no son neutras, no solo transmite ideas, construyen realidades, también modela conciencias y vínculos, forja y deja huellas sembrando esperanza de mejor calidad de vida en el futuro.
Porque el lenguaje también educa. Y cuando un niño, un adolescente, un adulto o un anciano, ve que los integrantes de los máximos poderes responsables de crear y hacer respetar las leyes se insultan, descalifican o ridiculizan al que piensa distinto, aprende que es más efectivo gritar que escuchar, más atacar que razonar y comprender, mas dominar que dialogar.
La historia nos enseñó y conocemos las consecuencias que pasa cuando se normaliza la violencia simbólica y se vuelve paisaje, se borran los matices, se diluyen los grises, se extingue el disenso, se demoniza al otro, convirtiendo el mismo en un enemigo; pero la democracia solo florece cuando abraza y se fortalece con la diferencia, porque se nutre del pluralismo y se justifica en la convivencia y no, cuando se las castiga.
Hoy, más que nunca, necesitamos una pedagogía del respeto. Una política que convenza sin aplastar, que emocione y que eleve sin herir, que construya sin destruir, que inspire sin dividir; que con liderazgo convoque desde la sensatez, no desde el estruendo; una política que tienda puentes de Unión, confianza y Amistad, sin fustigar.
Pero hay algo más, que nos interpela con urgencia: cuando desde la inmunidad institucional y simbólica se utilizan las palabras como escudo para lanzar exabruptos, tergiversar hechos, falsear realidades o mentir sin control ni límites, lo que emerge no es el ejercicio legítimo de la expresión democrática, sino la impunidad. Porque el abuso del lenguaje, amparado en cargos o investiduras, convierte la palabra en un arma que hiere, confunde y divide, debilitando la confianza social y erosionando los valores que deberían sostenernos como comunidad.
No para volver al pasado, sino para cimentar un presente más humano, y un futuro donde vivir en paz no sea una utopía o un anhelo ingenuo, sino una ruta posible a seguir, con un compromiso colectivo natural y en armonía.
Las nuevas generaciones no necesitan cinismo, ni arrogancia disfrazada de valentía.
Necesitan ejemplos auténticos de firmeza y coraje, que no se confundan con brutalidad, de sinceridad que no se traduzca en desprecio, donde la verdad no excluya la empatía, donde el liderazgo que no sea espectáculo de griterío, ruidoso con buena bulla, sino servicio.
Es tiempo de recordar, que también construimos el mañana con las palabras que elegimos hoy.
MANUEL VARELA GAREA
Ciudad Autónoma de Buenos Aires – Argentina